En Defensa de los Agnosticos
Escrito por Soledad Gallego Díaz
El País - 24/12/04
Un autor francés del XIX creía que uno de los males de la época moderna era que quizá se dicen menos tonterías de las que se imprimen, pero que son ésas las que van pasando de boca en boca. Algunos personajes públicos españoles padecen exactamente ese problema. La confusión es especialmente frecuente cuando se trata de asuntos dados al tópico y el exceso poético, como la patria o la afirmación nacional. El patriotismo, como se sabe, es para unos una expresión de amor y para otros "una superstición artificialmente creada y mantenida a través de una red de mentiras y falsedades", (Emma Goldman). Sea como sea, está claro que es cosa fácil de llevar a la hipérbole.
La temporada pasada ha sido muy propicia al amor y al exceso y muy antipática para los seguidores de la vigorosa señora Goldman. El patriotismo, catalán, español o vasco se empeñó en perseguirles y en obligarles a escuchar himnos y declaraciones de enfervorizado entusiasmo, a vislumbrar futuros escenarios llenos de banderas, desfiles y gloriosas Odas a la nación (a variadas naciones), capaces de escalofriar a lo que empieza a convertirse ya en un desdichado, y seguramente reducido, grupo de agnósticos nacionales (entendiendo como "agnosticismo nacional" la actitud filosófica que declara inaccesible al entendimiento humano todo conocimiento de la idea de patria e identidad nacional y de lo que transciende la experiencia). Igual que al agnóstico religioso le resulta tan ajena la idea de Dios de los católicos como la de Alá o la del Cristo Adventista del Séptimo Día, así al agnóstico nacional le produce la misma frialdad la idea de la Patria que la de la Nación o la Comunidad Nacional.
La verdad es que, en España hoy día parece que la única actitud política digna de reprobación unánime, e incluso, de acoso, es la de quienes se declaran contrarios a analizar la realidad desde supuestos patrióticos e identitarios y sólo se interesan por la estructura funcional del Estado. Quienes se muestran horrorizados ante la posibilidad de que sus hijos se aprendan de memoria (¡y canten!) el prólogo (declaración proclamatoria, lo llama Pascual Maragall) de un Estatuto (cualquier estatuto), como se hubieran quedado pasmados ante la idea de tener que aprender ellos mismos el prólogo de la Constitución de 1978 (que ni tan siquiera está en verso).
Es posible que sólo se trate de "declaraciones impresas" y que no tengan mayor importancia. Quizá ni tan siquiera tengan que ver con el patriotismo español, catalán o vasco y se relacionen más con el patriotismo norteamericano que tanto se admira, y que a veces caricaturizamos injustamente, creyendo que se manifiesta en colocar banderas en la solapa, escuchar los himnos con la mano en el corazón o aprender de memoria el inicio de su Declaración de Independencia (que, todo sea dicho, es una maravillosa pieza de literatura política del siglo XVIII).
Quizá no habría que imitar tanto esa parafernalia y sí mucho más recordar que Estados Unidos es un Estado federal en el que cada uno de los Estados miembros dispone de una amplísima lista de competencias, particularidades y rasgos propios, escrupulosamente respetados por el Gobierno federal y por los Gobiernos estatales sin que, al mismo tiempo, nadie crea que existe riesgo de desunión ni se le ocurra mencionar al Ejército de Abraham Lincoln como garante de algo.
Pero si para acudir en defensa de los agnósticos hace falta citar a políticos y literatos de siglos pasados, quizá fuera más lógico recordar textos autóctonos. En Cataluña, por ejemplo, hay una riquísima literatura de izquierda no nacionalista, ni tan siquiera catalanista, que hablaba y escribía en su lengua propia (catalán o español) pero que no cantaba ningún himno nacional, ni español ni catalán. Es decir, recobrar la historia y recordar (como hizo Santiago González en El Correo) que junto a Lluís Companys, la Gestapo entregó también a Franco al periodista y diputado socialista Julián Zugazagoitia, que fue igualmente fusilado, sólo que en Madrid y, en contra del aclamado ejemplo de Companys, sin gritar vivas a nadie ni a nada, ni a España ni a Euskadi ni a Cataluña. Ni tan siquiera a la República.
El País - 24/12/04
Un autor francés del XIX creía que uno de los males de la época moderna era que quizá se dicen menos tonterías de las que se imprimen, pero que son ésas las que van pasando de boca en boca. Algunos personajes públicos españoles padecen exactamente ese problema. La confusión es especialmente frecuente cuando se trata de asuntos dados al tópico y el exceso poético, como la patria o la afirmación nacional. El patriotismo, como se sabe, es para unos una expresión de amor y para otros "una superstición artificialmente creada y mantenida a través de una red de mentiras y falsedades", (Emma Goldman). Sea como sea, está claro que es cosa fácil de llevar a la hipérbole.
La temporada pasada ha sido muy propicia al amor y al exceso y muy antipática para los seguidores de la vigorosa señora Goldman. El patriotismo, catalán, español o vasco se empeñó en perseguirles y en obligarles a escuchar himnos y declaraciones de enfervorizado entusiasmo, a vislumbrar futuros escenarios llenos de banderas, desfiles y gloriosas Odas a la nación (a variadas naciones), capaces de escalofriar a lo que empieza a convertirse ya en un desdichado, y seguramente reducido, grupo de agnósticos nacionales (entendiendo como "agnosticismo nacional" la actitud filosófica que declara inaccesible al entendimiento humano todo conocimiento de la idea de patria e identidad nacional y de lo que transciende la experiencia). Igual que al agnóstico religioso le resulta tan ajena la idea de Dios de los católicos como la de Alá o la del Cristo Adventista del Séptimo Día, así al agnóstico nacional le produce la misma frialdad la idea de la Patria que la de la Nación o la Comunidad Nacional.
La verdad es que, en España hoy día parece que la única actitud política digna de reprobación unánime, e incluso, de acoso, es la de quienes se declaran contrarios a analizar la realidad desde supuestos patrióticos e identitarios y sólo se interesan por la estructura funcional del Estado. Quienes se muestran horrorizados ante la posibilidad de que sus hijos se aprendan de memoria (¡y canten!) el prólogo (declaración proclamatoria, lo llama Pascual Maragall) de un Estatuto (cualquier estatuto), como se hubieran quedado pasmados ante la idea de tener que aprender ellos mismos el prólogo de la Constitución de 1978 (que ni tan siquiera está en verso).
Es posible que sólo se trate de "declaraciones impresas" y que no tengan mayor importancia. Quizá ni tan siquiera tengan que ver con el patriotismo español, catalán o vasco y se relacionen más con el patriotismo norteamericano que tanto se admira, y que a veces caricaturizamos injustamente, creyendo que se manifiesta en colocar banderas en la solapa, escuchar los himnos con la mano en el corazón o aprender de memoria el inicio de su Declaración de Independencia (que, todo sea dicho, es una maravillosa pieza de literatura política del siglo XVIII).
Quizá no habría que imitar tanto esa parafernalia y sí mucho más recordar que Estados Unidos es un Estado federal en el que cada uno de los Estados miembros dispone de una amplísima lista de competencias, particularidades y rasgos propios, escrupulosamente respetados por el Gobierno federal y por los Gobiernos estatales sin que, al mismo tiempo, nadie crea que existe riesgo de desunión ni se le ocurra mencionar al Ejército de Abraham Lincoln como garante de algo.
Pero si para acudir en defensa de los agnósticos hace falta citar a políticos y literatos de siglos pasados, quizá fuera más lógico recordar textos autóctonos. En Cataluña, por ejemplo, hay una riquísima literatura de izquierda no nacionalista, ni tan siquiera catalanista, que hablaba y escribía en su lengua propia (catalán o español) pero que no cantaba ningún himno nacional, ni español ni catalán. Es decir, recobrar la historia y recordar (como hizo Santiago González en El Correo) que junto a Lluís Companys, la Gestapo entregó también a Franco al periodista y diputado socialista Julián Zugazagoitia, que fue igualmente fusilado, sólo que en Madrid y, en contra del aclamado ejemplo de Companys, sin gritar vivas a nadie ni a nada, ni a España ni a Euskadi ni a Cataluña. Ni tan siquiera a la República.
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